Y llegó la hora de activar
nuestros JRPs y coger el primer Shinkansen, también conocidos como trenes bala,
para ir hacia el oeste del país, hacia Hiroshima. ¡Brutal la diferencia que
encontramos con respecto a todos los trenes anteriores! Lo que más nos gustó
fue el respeto por las colas que se formaban, el dejar salir antes de entrar
(lógica pura y dura), la extrema higiene, las cabinas individuales para
maquillajes o afeitados de última hora, la puntualidad y como toque final, los
nombres que les ponían, todos relacionados con la naturaleza. Nuestras casas rodantes
se quedaron en Kyoto, ya que el resto de nuestra semana railera la trazaríamos
hacia el este y a la vuelta haríamos escala en la ciudad.
Dijimos “hasta luego” a Hiroshima
para llegar hasta el puerto desde el que nos haríamos a la isla de Miyajima. La
bienvenida al pueblo nos la dieron dos grullitas de origami que regalaban, y el
O-Torii, la gran “puerta”, que se alza colosal en sus orillas, y a la que se
puede acceder cuando la marea esta baja.
Los Toriis, son los encargados de
dar la bienvenida a las buenas gentes y de bendecirlas a su partida, pero
además, ¡también se encargan de mantener a raya a los malos espíritus! Y en
cierta ocasión, según cuenta el mito shintoista, se creó uno tan grande que
pudiese servir de “rama” para que todas las aves de Japón pudiesen posarse en
él y cantar como nunca antes lo hubieran hecho… ¿y pá qué? Pues resulta que
Amaterasu, la diosa del Sol estaba de manifestación, recluida en el interior de
una cueva y sin intención alguna de dar luces de vida. A los inteligentes
nipones no se les ocurrió otra que engañarla con ese truco de las aves
cantando, como si estuvieran contemplando el Sol, haciendo que la curiosidad
sacase a Amatesaru de su voluntaria prisión… ésta en lugar de enojarse por el
engaño, quedó embelesada por el espectáculo y gracias a ello ¡volvimos a tener
Sol!
Un paseo por su semi-sumergible
templo, más ciudadanos ciervo y un increíble paisaje nos aguardaba… pero antes,
y para aplacar al frío que traía la brisa marina, un buen bol de tallarines
udon, por favor.
Por fin el otoño se hizo notar con,
si no toda su intensidad, sí con la suficiente fuerza como para dejarnos
embobados con los coloridos árboles del bosque de la isla.
¡Explosión de colores otoñales! |
A2K Munduan!! |
Un amor no correspondido |
Nos fuimos de aquella isla con un
dulcísimo sabor de boca (literalmente hablando). Un atardecer precioso fue el
toque final para que no pudiésemos decirla adiós, sino “volveremos a vernos”, y
es que hay sitios de los que, si bien uno puede irse, comprende que un día querrá
volver a ver, volver a vivir.
A la vuelta a Hiroshima, y una
vez ubicado nuestro adorable albergue, nuestra primera fiesta de Okonomiyakis
nos esperaba. Ummmh… deliciosas tortillas con verdura, frutos del mar y lo que
se cruce en su interior, riquísimas. Allí, entre otras personas, conocimos a
Chihiro, una nipona que estudió durante tres años en San Francisco y con la que
pudimos hablar sobre ciertos temas que nos interesaban mucho, como la educación
o su religión. Fue muy interesante poder charlar y conocer más al pueblo
japonés con la gente local de la ciudad. Finalmente, Chihiro nos dejó alucinados
con su punto de vista en éstos temas, y algunos más, como el del matrimonio
jajajajaa
Nos fuimos a la cama, bueno, al
futón, muy agradecidos por haber llegado a tiempo para la fiesta, que fue un
enorme placer. Mientras el sueño venía a nuestro encuentro, acabamos de decidir
cómo al día siguiente no iríamos a ver el castillo de Himeji (bueno, su
interior, pues por fuera estaba en obras, qué raro…), sino que le dedicaríamos
todo el tiempo que se mereciese a un lugar muy especial: Hiroshima.
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