7 ene 2013

¡Kagüen con Kathmandú!

Lo primero fue digerir la realidad del país. A eso no ayudó nuestra “casa” por unos días, la habitación más roña que hayamos pisado hasta la fecha, ni tampoco nuestros anfitriones (que entre otras, intentaron comprar nuestra opinión para colgarla en la web). Necesitamos unos días, mientras hacíamos el visado para India (¡qué vaya batalla añadida!), para digerirlo bien, deshacernos de nuestras ideas preconcebidas y nuestras expectativas y crear una nueva página en blanco para lo que este país tuviese para nosotros. Y entonces sí, nos adentramos a conocer Kathmandú.
 
 
Un laberintico sinfín de callejuelas estrechas, sin asfaltar, con basura a raudales y con cortes de electricidad muy frecuentes arropadas por un sinfín de tienducas con similares, si no idénticos, productos a la venta, cuyos vendedores disfrutaban en exceso del juego del regateo. La zona del Thamel, donde todos los guiris nos movíamos para comprar ropa barata de montaña, comer, la mayoría alojarse y para “pasear” (pasear es demasiado decir, desde luego: esquivar motos, rickshaws, niños serpiente, vendedores de todo, droga incluida, y no morir en el intento sería más adecuado). Daba una sensación de claustrofobia enorme, era completamente surrealista pensar que tan cerca pudiesen estar todas aquellas montañas que habíamos visto antes de aterrizar.


Prácticamente todos los albergues y los restaurantes de los enclaves turísticos gozaban de una amplia terraza o espacio a lo alto de sus edificios, un espacio donde te podías sentir relajado y “libre”, una improvisada burbuja, donde por unos momentos, podías “olvidarte” de aquella realidad. Y es que a pesar de que seguramente nadie quisiera olvidarse de que estaba en Kathmandú, en Nepal, tampoco había alguien a quien le apeteciese aguantar demasiado tiempo en aquella caótica ciudad, es un paso hacia las montañas.


El Thamel es un barrio muy preparado para el turista, las zonas más auténticas a visitar están algo alejadas y desperdigadas por toda la ciudad, y ahí que nos fuimos, unos ratitos a pie y otros a taxi.


 
La típica estampa nepalí la encontramos en los míticos ojos del despertar de buda pintados en las pagodas principales de la ciudad, y en un sinfín de camisetas para el turista, claro. Decidimos ir andando hasta una pagoda que se halla en lo alto de una colina, famosa por ser hogar de un buen número de monos y por las vistas panorámicas que se gasta. El paseo fue potente, llegando incluso al cabreo puro y duro cuando, por ejemplo, parados en un puente, descompuestos por la cantidad de basura que había en el rio, un rio que apenas había recorrido kilómetros desde su nacimiento, vimos como un motorista lanzaba una bolsa de basura enorme. Tras mirarle, indignados, no supo sino correspondernos con una sonrisa…




 
Nos sorprendió muchísimo, y nos rompió todos los esquemas ver tantísima gente de religión hindú, y con un gran dominio del inglés. ¿Estábamos en Nepal o habíamos ido directamente a India? Nos encontramos muy pocos budistas en todo Kathmandú. Más tarde nos contarían que, prácticamente, toda la población es hindú y que el país es considerado hinduista por excelencia, por delante de la propia India. De hecho, uno de los lugares turísticos es denominado “la pequeña Varanasi”. Sí, donde hacen sus rituales funerarios y crematorios… nos vino bien para endurecer el estómago de cara a India. Las mujeres vestían los saris y muchos taxistas estampaban fotos de sus dioses hindúes. Eso sí, para vender utilizaban los souvenirs del Tibet, tales como los cuencos tibetanos, las banderillas con la plegarias por la paz mundial y la música con la oración de Om (que sonaba por todos lados pero no se aplicaba ni dios), ¡y la ropa!, una ropa exclusiva para el turista, ya que ellos no utilizan para nada esas ropas. Otro punto chocante es que la gente local no disfruta de las montañas que le han visto nacer… ellos mismos te dicen que es más importante el dinero que movemos los que vamos.
 
 


Poco a poco fuimos haciéndonos al ritmo que marcaba aquella ciudad, a cómo desenvolvernos por aquella locura de callejuelas y a reconocer a las personas que las habitaban.
En una de las plazas que visitamos coincidimos con dos parejas asturianas (¡vecinos! cómo decían ellos) que muy simpáticamente nos hicieron un gran favor.
 


 
Igualmente dimos con un par de conductores y vendedores honrados, y disfrutamos de buenas charlas. Nos habíamos quedado con ganas de Tibet, y nos hacía ilusión tener un cuenco tibetano. Tanda, La dueña de una tienda, nos atendió muy amable y honestamente. Nos contó un proyecto que estaba haciendo con niños de un orfanato (después descubriríamos que su orfanato había colaborado con el genial proyecto musical de  “Playing for change”), nos invitó a tomar el té y nos desveló su pasión por el sur de España, que visitó hacía unos años.

 
Igualmente dimos con un par de conductores y vendedores honrados, y disfrutamos de buenas charlas. Nos habíamos quedado con ganas de Tibet, y nos hacía ilusión tener un cuenco tibetano. Tanda, La dueña de una tienda, nos atendió muy amable y honestamente. Nos contó un proyecto que estaba haciendo con niños de un orfanato (después descubriríamos que su orfanato había colaborado con el genial proyecto musical de  “Playing for change”), nos invitó a tomar el té y nos desveló su pasión por el sur de España, que visitó hacía unos años.


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