9 dic 2012

¡Miyajima maravilla!

Y llegó la hora de activar nuestros JRPs y coger el primer Shinkansen, también conocidos como trenes bala, para ir hacia el oeste del país, hacia Hiroshima. ¡Brutal la diferencia que encontramos con respecto a todos los trenes anteriores! Lo que más nos gustó fue el respeto por las colas que se formaban, el dejar salir antes de entrar (lógica pura y dura), la extrema higiene, las cabinas individuales para maquillajes o afeitados de última hora, la puntualidad y como toque final, los nombres que les ponían, todos relacionados con la naturaleza. Nuestras casas rodantes se quedaron en Kyoto, ya que el resto de nuestra semana railera la trazaríamos hacia el este y a la vuelta haríamos escala en la ciudad.
 

Dijimos “hasta luego” a Hiroshima para llegar hasta el puerto desde el que nos haríamos a la isla de Miyajima. La bienvenida al pueblo nos la dieron dos grullitas de origami que regalaban, y el O-Torii, la gran “puerta”, que se alza colosal en sus orillas, y a la que se puede acceder cuando la marea esta baja.
 
Los Toriis, son los encargados de dar la bienvenida a las buenas gentes y de bendecirlas a su partida, pero además, ¡también se encargan de mantener a raya a los malos espíritus! Y en cierta ocasión, según cuenta el mito shintoista, se creó uno tan grande que pudiese servir de “rama” para que todas las aves de Japón pudiesen posarse en él y cantar como nunca antes lo hubieran hecho… ¿y pá qué? Pues resulta que Amaterasu, la diosa del Sol estaba de manifestación, recluida en el interior de una cueva y sin intención alguna de dar luces de vida. A los inteligentes nipones no se les ocurrió otra que engañarla con ese truco de las aves cantando, como si estuvieran contemplando el Sol, haciendo que la curiosidad sacase a Amatesaru de su voluntaria prisión… ésta en lugar de enojarse por el engaño, quedó embelesada por el espectáculo y gracias a ello ¡volvimos a tener Sol!
 

 
Un paseo por su semi-sumergible templo, más ciudadanos ciervo y un increíble paisaje nos aguardaba… pero antes, y para aplacar al frío que traía la brisa marina, un buen bol de tallarines udon, por favor.


 
Por fin el otoño se hizo notar con, si no toda su intensidad, sí con la suficiente fuerza como para dejarnos embobados con los coloridos árboles del bosque de la isla.


 
 Estábamos en la estación perfecta para ver los momijis, que durante esta estación van tiñendo sus hojas desde el verde oscuro hasta llegar a su tonalidad más intensa, esa explosión de rojo.

¡Explosión de colores otoñales!

A2K Munduan!!
 
 Tras el paseo por el bosque, callejeando por el pueblecito, una tienda de artesanía nos llamó la atención. Unos dulces en forma de la hoja del momiji nos hicieron ojitos, y no pudimos resistir la tentación. Los acompañamos con un delicioso té que nos sirvieron gratuitamente. ¡Todo un detallazo! (y de estos, como para enumerar…)


Un amor no correspondido
Nos fuimos de aquella isla con un dulcísimo sabor de boca (literalmente hablando). Un atardecer precioso fue el toque final para que no pudiésemos decirla adiós, sino “volveremos a vernos”, y es que hay sitios de los que, si bien uno puede irse, comprende que un día querrá volver a ver, volver a vivir.

 
A la vuelta a Hiroshima, y una vez ubicado nuestro adorable albergue, nuestra primera fiesta de Okonomiyakis nos esperaba. Ummmh… deliciosas tortillas con verdura, frutos del mar y lo que se cruce en su interior, riquísimas. Allí, entre otras personas, conocimos a Chihiro, una nipona que estudió durante tres años en San Francisco y con la que pudimos hablar sobre ciertos temas que nos interesaban mucho, como la educación o su religión. Fue muy interesante poder charlar y conocer más al pueblo japonés con la gente local de la ciudad. Finalmente, Chihiro nos dejó alucinados con su punto de vista en éstos temas, y algunos más, como el del matrimonio jajajajaa
 
Nos fuimos a la cama, bueno, al futón, muy agradecidos por haber llegado a tiempo para la fiesta, que fue un enorme placer. Mientras el sueño venía a nuestro encuentro, acabamos de decidir cómo al día siguiente no iríamos a ver el castillo de Himeji (bueno, su interior, pues por fuera estaba en obras, qué raro…), sino que le dedicaríamos todo el tiempo que se mereciese a un lugar muy especial: Hiroshima.

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