Lo primero fue digerir la
realidad del país. A eso no ayudó nuestra “casa” por unos días, la habitación
más roña que hayamos pisado hasta la fecha, ni tampoco nuestros anfitriones (que
entre otras, intentaron comprar nuestra opinión para colgarla en la web). Necesitamos
unos días, mientras hacíamos el visado para India (¡qué vaya batalla añadida!),
para digerirlo bien, deshacernos de nuestras ideas preconcebidas y nuestras
expectativas y crear una nueva página en blanco para lo que este país tuviese
para nosotros. Y entonces sí, nos adentramos a conocer Kathmandú.
Un laberintico sinfín de
callejuelas estrechas, sin asfaltar, con basura a raudales y con cortes de
electricidad muy frecuentes arropadas por un sinfín de tienducas con similares,
si no idénticos, productos a la venta, cuyos vendedores disfrutaban en exceso del
juego del regateo. La zona del Thamel, donde todos los guiris nos movíamos para
comprar ropa barata de montaña, comer, la mayoría alojarse y para “pasear”
(pasear es demasiado decir, desde luego: esquivar motos, rickshaws, niños
serpiente, vendedores de todo, droga incluida, y no morir en el intento sería
más adecuado). Daba una sensación de claustrofobia enorme, era completamente
surrealista pensar que tan cerca pudiesen estar todas aquellas montañas que
habíamos visto antes de aterrizar.
El Thamel es un barrio muy
preparado para el turista, las zonas más auténticas a visitar están algo
alejadas y desperdigadas por toda la ciudad, y ahí que nos fuimos, unos ratitos
a pie y otros a taxi.
La típica estampa nepalí la
encontramos en los míticos ojos del despertar de buda pintados en las pagodas
principales de la ciudad, y en un sinfín de camisetas para el turista, claro. Decidimos
ir andando hasta una pagoda que se halla en lo alto de una colina, famosa por
ser hogar de un buen número de monos y por las vistas panorámicas que se gasta.
El paseo fue potente, llegando incluso al cabreo puro y duro cuando, por
ejemplo, parados en un puente, descompuestos por la cantidad de basura que
había en el rio, un rio que apenas había recorrido kilómetros desde su
nacimiento, vimos como un motorista lanzaba una bolsa de basura enorme. Tras
mirarle, indignados, no supo sino correspondernos con una sonrisa…
Nos sorprendió muchísimo, y nos rompió
todos los esquemas ver tantísima gente de religión hindú, y con un gran dominio
del inglés. ¿Estábamos en Nepal o habíamos ido directamente a India? Nos
encontramos muy pocos budistas en todo Kathmandú. Más tarde nos contarían que,
prácticamente, toda la población es hindú y que el país es considerado hinduista
por excelencia, por delante de la propia India. De hecho, uno de los lugares
turísticos es denominado “la pequeña Varanasi”. Sí, donde hacen sus rituales funerarios
y crematorios… nos vino bien para endurecer el estómago de cara a India. Las
mujeres vestían los saris y muchos taxistas estampaban fotos de sus dioses
hindúes. Eso sí, para vender utilizaban los souvenirs del Tibet, tales como los
cuencos tibetanos, las banderillas con la plegarias por la paz mundial y la
música con la oración de Om (que sonaba por todos lados pero no se aplicaba ni
dios), ¡y la ropa!, una ropa exclusiva para el turista, ya que ellos no
utilizan para nada esas ropas. Otro punto chocante es que la gente local no
disfruta de las montañas que le han visto nacer… ellos mismos te dicen que es
más importante el dinero que movemos los que vamos.
Poco a poco fuimos haciéndonos al
ritmo que marcaba aquella ciudad, a cómo desenvolvernos por aquella locura de
callejuelas y a reconocer a las personas que las habitaban.
En una de las plazas que
visitamos coincidimos con dos parejas asturianas (¡vecinos! cómo decían ellos)
que muy simpáticamente nos hicieron un gran favor.
Igualmente dimos con un par de
conductores y vendedores honrados, y disfrutamos de buenas charlas. Nos habíamos
quedado con ganas de Tibet, y nos hacía ilusión tener un cuenco tibetano.
Tanda, La dueña de una tienda, nos atendió muy amable y honestamente. Nos contó
un proyecto que estaba haciendo con niños de un orfanato (después
descubriríamos que su orfanato había colaborado con el genial proyecto musical
de “Playing for change”), nos invitó a
tomar el té y nos desveló su pasión por el sur de España, que visitó hacía unos
años.
Igualmente dimos con un par de
conductores y vendedores honrados, y disfrutamos de buenas charlas. Nos habíamos
quedado con ganas de Tibet, y nos hacía ilusión tener un cuenco tibetano.
Tanda, La dueña de una tienda, nos atendió muy amable y honestamente. Nos contó
un proyecto que estaba haciendo con niños de un orfanato (después
descubriríamos que su orfanato había colaborado con el genial proyecto musical
de “Playing for change”), nos invitó a
tomar el té y nos desveló su pasión por el sur de España, que visitó hacía unos
años.
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