Y en estas que viajando, a veces
me pregunto por qué hago todo esto, cuál es la razón por la que me he metido en
un embolado semejante.
Ver tal o cual lugar, conocer tal
o cual cultura… Y si bien es cierto que esto es muy enriquecedor, “quien vive
ve, pero quien viaja ve más”, también debo reconocer que más de una vez me
encuentro habiendo idealizado esos lugares, esas culturas, y llevándome por
ende, un pequeño chasco. ¿Qué es lo que esperaba? Tal vez algo a lo que
aparentemente no tuviese acceso en mi lugar de origen…
Hace tiempo, una persona muy
querida, entregada durante sus más de 30 últimos años a un arte extranjera, me
dijo algo que me marcó muchísimo. Ante mi insistencia acerca del porqué aún no
había viajado al país donde su arte nació y es, hoy día, afanadamente desarrollada
y reconocida; se limitó a responderme que -“¿Para qué? Puedo continuar
desarrollando mi arte aquí”.
La idea que me lanzó, o cómo yo
la encajé es, pues: ¿Para qué gastar tiempo y energía (además de dinero)
yéndote lejos a buscar algo que está aquí, que puedes desarrollar tú porque
está en ti?
Algo en mi interior me dice que
está en lo cierto, que no hay nada ahí fuera que no podamos encontrar en
nuestro interior. Sin embargo, a día de hoy, no consigo quedarme completamente
satisfecho, en paz, en mi lugar de origen, con lo puesto. ¡Aún estoy
conociéndome a mí mismo! Estoy encontrando aspectos de mí que están latentes y
que saltan magnéticamente cuando estoy en ciertos lugares, inmerso en ciertas
culturas. Como si me recordasen, como si las recordara. Por eso estoy haciendo
este viaje: Para verme reflejado en un lago ruso, en la taza de un té japonés o
en la mirada de un monje birmano y reconocerlo con todo mi ser, reconocer todo
mi ser.
El viaje comienza a ser más hacia
el interior que hacia el exterior. Hoy, viajo a sabiendas de que, "Quien viaja va por el mundo en busca de lo que necesita y vuelve al
hogar para encontrarlo".
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